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Lágrimas

Recuerdos de la niñez

Recuerdos de la niñez

Encendí una cerilla e inhalé ese olor a fósforo que desprende. Lo hice, porque un día más el sistema electrónico de encendido del calentador de casa había dejado de funcionar.

Tal vez fue ese olor el que me abrió la puerta de los recuerdos de la niñez. Esos ojos que se encendían y tomaban vida propia cuando se me ocurría alguna travesura; y, la de los fósforos, una pequeña broma que casi cuesta el incendio de toda una vivienda, porque los niños quieren saber y experimentar por sí mismos; los ladridos del perro, provocados probablemente por la sensación de pánico al ver arder uno de los sofás de la sala; las voces lejanas y poco cariñosas de los familiares.

Pero fue después de apagar ese fósforo cuando me di cuenta de la imprecisión de los recuerdos, con hechos que se mezclan y en los que se confunden el antes y el después. Son los recuerdos de la niñez.

Cuatro de septiembre

Cuatro de septiembre Cuatro de septiembre.

Sócrates se suicidó con cicuta. Posiblemente no era un cuatro de septiembre.

La cuestión no es nueva. No lo es el defender los propios intereses así. Así de una forma agresiva.

Cansado de darle vueltas al asunto durante varios meses, cuatro o cinco, tiré dos dados al azar. Tres tiradas y un sólo número que me salvaría de la caída al vacío desde un quinto piso. Tres tiradas y el cuatro no apareció hasta que los había lanzado sesenta y cinco veces.

Mientras sonaba un viejo bolero de Machín,

Aunque la virgen sea blanca
pintame angelitos negros
que también se van al cielo
todos los negritos buenos

pensaba que no era mi mejor momento. Pensé en el dolor que tendrían que sufrir las familias; un desaire el hacerles cambiar sus hábitos diarios. Aún así, después de decidir cuál era la ropa más apropiada, me vestí de domingo y sin acabar de oír las últimas estrofas caminé hacia aquella ventana.

Siempre que pintas iglesias
pintas angelitos bellos
pero nunca te acordaste
de pintar un ángel negro.


Era cuatro de septiembre. Han pasado once años.

Lo que me detuvo: el miedo a las alturas.

En busca de la felicidad

En busca de la felicidad

Hoy me he sumergido en las frías aguas Atlánticas. Protegido por el oleaje, escondido debajo de su manto, me hubiese gustado quedarme allí escondido. En su seno me he sentido relajado. Relajado de mis pesares por las caricias de una espuma de burbujas que conseguía que mi cuerpo se desvaneciese respondiendo a ese agua que se aferraba a mi piel. Sintiendo. Sintiendo sensaciones únicas, mágicas.

Lejos de tener temor, me sentía seguro, confiado. Mi mente navegaba por un mundo irreal. Un mundo donde era aceptado. Un mundo donde los tiburones me trataban con cariño. Un mundo donde quedaban fuera las intromisiones intolerables de los peces parásitos. En él no estaba Mónica ni su mirada de reproche cada vez que me levanto de la silla para acercarme a la ventana, y por un momento, descansar mi mente con ese paisaje gris urbano. En él no estaba Clara ni sus chismorreos junto a la máquina de bocadillos. Ni Lorenzo con esos chistes verdes que tanto le divierten. Ni la jefa, ni su chulería.

Pero todo se acaba. Todo. Y tuve que salir al exterior. Y volver a ser el mismo. El mismo especialista en sonrisas fáciles, en depresiones compulsivas, en ser un intruso en un mundo que no es el mio.

Detrás del velo de tu puerta

Detrás del velo de tu puerta

Podría estar comiendo en cualquier robledal a la sombra de sus hojas. Podría estar en cualquiera de las muchas romerías que hoy tienen lugar. O darme un baño en la playa, o en uno de los muchos ríos que surcan esta tierra de brujos y de brujas. Podría estar haciendo algún deporte. O montando a caballo. O disfrutando de los sonidos del campo, que en esta época son muchos y sorprendentes.

Hoy, en mi búsqueda de esa paz que anhelo, de ese silencio para sentirme cómodo, me quede en mi habitación, viendo pasar en silencio las horas. Dibujando en mi mente siluetas rojas, azules, con formas y sin ellas. Concentrado en definirlas, en recrear sus movimientos, en jugar con ellas.

Me descubrí haciendo de la puerta de mi habitación un velo semitransparente de seda. Y detrás de él te vi a ti. Vi las líneas de tu cuerpo moverse al compás de una música de violines y alguna que otra trompeta. Hipnotizado por tus movimientos quise mecerme en las olas de la locura. Quise beber la pócima que me haría traspasar el umbral. Que me fundiría en ese mundo de sombras, de oscuridad, de dioses o bestias. En el paraíso de la quietud, o en la esclavitud del desasosiego.

Conseguí abrir la puerta, correr el velo, el velo semitransparente. No había nadie.

Sólo era un hermoso juego de formas; de imágenes; de baile sensual, que la silueta mágica y misteriosa de tu cuerpo, tejía para mí, acariciando mis sentidos a la espera que abandonase mi cuerpo para siempre.

Recuerdos en el Condal

Sentada en una mesa de, aquella en algún tiempo famosa cafetería, al igual que lo había hecho hacía quince años atrás, iniciaba un viaje al pasado a través de los recuerdos.

Laura acarició el vaso helado Long dring modelo imperial. Se lo acercó a los labios y bebió de aquel crianza elaborado con cabernet sauvignon. El posgusto a vainilla no consiguió influir en aquella visión pesimista que la acompañaba a todas partes y a ninguna.

Hacía quince años, cuando todavía era una adolescente, sabía ya que el hombre era un lobo para el hombre. ¿Qué había cambiado desde entonces?. Su afición por la coca-cola había dejado paso al gusto por los buenos vinos. Pero en aquel camino, que había vuelto a recorrer, las cosas seguían igual.

El aire seguía siendo irrespirable en una ciudad, en una sociedad, en la que los hechos contradicen las palabras. En la que los políticos siguen sermoneando acerca de valores morales y éticos, mientras hacen de los derechos un negocio.

Irrespirable en una sociedad en la que la mentira sigue ganando la batalla a la verdad. Y en donde los magistrados aplican unas leyes que no son iguales para todos.

Irrespirable en una ciudad que como hace quince años, como siempre, siguen los enfrentamientos, los saqueos, las violaciones. Una ciudad en la que los inmigrantes siguen paseando por unas calles que no les llevan a ningún lado. En la que preferimos mirar hacia un animal abandonado antes que hacia un niño marginado. En la que vemos morir en vida a los seres humanos.

Y la despertó el sonido de alguien que en la televisión del fondo decía que las gramíneas este año alcanzarían valores muy altos.

Estaba convencida de que ella seguía sin poder hacer nada. Porque si actuaba siguiendo sus sentimientos y su propia razón se convertiría en alguien marginada, inaceptada, menospreciada por los demás. Así que seguiría siendo esclava de sí misma. Seguiría asentando su vida en esa serie de intereses, de placeres, de decepciones que nada tenían que ver con lo que ella sentía.

Acababa de escuchar el del pita pita del , un tributo al mal gusto, algo que en estos días seguía estando de moda. Y apurando el contenido del vaso ya no-helado Long dring modelo imperial sentenció:

- Quiero caer en la locura que le da sentido a lo que no lo tiene.

La llamada


Era tarde cuando Patricia entró en su casa. Dejó la botella de vino que había traído de la bodega sobre la mesa de la cocina. Se dirigió a la nevera y sacudió la cabeza en un gesto de desaprobación. Terminó por tomar un pequeño trozo de queso. Cogió una copa y descorchó la botella. El vino, hecho con uva moscatel de Alejandría, era dulce, pero ella lo encontró amargo.

No podía más. Había sido un día ajetreado en el negocio. Se dirigió a la habitación. Se desnudó y, tras ponerse una camisa amplia, se sentó en la coqueta, delante del espejo.

- Idiota-, repitió de nuevo tras cerrar los ojos por un instante.

Se levantó y se dirigió a la mesilla de noche. Acarició el teléfono. Lo dejó. Se sentó en la cama. Volvió a rozarlo con su mano. Y marcó los nueve números que le acercarían de nuevo a él.

- Hola
- Así que gay.
- Patricia, yo....-, pero ella no le dejó terminar.
- Me pregunto cómo sería si un día te dejases llevar.
- Me dejo llevar-, pensó él, pero no lo dijo. Su tono se volvió indiferente y frío. - Eres hermosa...
- Eso dice mi abuela.
- Eres hermosa y tienes montones de alternativas si lo que buscas es pasarlo bien una noche.

La ira brotó en el corazón de Patricia. Le quemaba las entrañas. Le quemaba la garganta. Y esperó a calmarse. Hubo un silencio.

- ¿Te has callado?
- En tu opinión soy una mujer fácil, una puta, porque tomé la iniciativa y pienso en el sexo igual que hacéis la mayoría de los hombres.
- Paso a recogerte en diez minutos y nos vamos a un hotel. Quiero comprobar cómo sabes.

Patricia se rió y echó la cabeza hacia atrás. - Así que estás sopesando mi capacidad de reacción .
- Eres una mujer hermosa y me tienes loco, pero si hasta ahora he conseguido mantener las distancias, seguiré haciéndolo. No puedo ofrecerte nada. O, ¿estás dispuesta a compartirme?.
- Así que te excito, pero quieres olvidarme.
- Patricia, buenas noches, te quiero.
- Te quiero
- No vayas a llorar
- No lo voy a hacer

Y colgó el teléfono. Una lágrima recorrió su mejilla. Acurrucada en su cama se quedó dormida.

Muere un sueño

Muere un sueño

Mientras, Patricia, en la bodega, con los botones de su camisa casi arrancados, con su melena suelta sobre los hombros, con la respiración completamente alterada, se preguntaba por qué él había salido de ese lugar sin siquiera mencionar lo que sus ojos ya habían confesado.

La única luz que entraba allí del exterior era a través de la puerta, que ahora estaba abierta. Patricia se quedó mirando como una mariposa revoloteaba siguiendo ese haz de luz. Encendió un cigarrillo y tomó una bocanada de humo para salir de su ensoñación.

- ¡Idiota!-, dijo recuperando su sonrisa casual.




No quiero vivir en un mundo inventado

No quiero vivir en un mundo inventado

- Patricia, Patricia, Patricia...- . Repetía una y otra vez su nombre, ajeno a todo cuanto sucedía a mi alrededor.

Sentado sobre un viejo escalón de piedra. Una escalera compacta de piedra, de una antigua casa de piedra de muros recios, sin restaurar, con una chimenea barroca de piedra. Allí, encogido como si tuviese frío en un día en el que el sol era el protagonista indiscutible, intentaba apropiarme de una bocanada de aire fresco, puro, de alta montaña. Allí, rodeado de prados, rodeado de antiguos sabores, intentaba arrebatarle al tiempo ese momento de soledad, de silencio, que mi desolación necesitaba.

Mi mirada ausente se detuvo en el blasón ovalado de granito fino en el que un caballero de facciones serenas y ojos grandes y expresivos, montado sobre un corcel, lanceaba un león delante de un árbol. Se enfrentaba cara a cara a la adversidad, a su destino.

En ese momento me sorprendí pensando en mí mismo. Pensaba que mi vida no me pertenece de todo . Pensaba que cada uno es responsable de su propia felicidad, o ,como en este caso, de su propio infortunio. Somos nosotros mismos los que abrimos la puerta a la fatalidad.

- ¿Cómo seguir aparentando indiferencia?-. La respuesta no era sencilla. No quería enamorarme, porque eso significaría apartame del sentido común. Significaría entrar en un estado de dependencia, de necesidad, de locura, de sentimiento complicado.

- ¿Qué es lo que más desea un hombre atado a alguien a quien tiene que fingir que la quiere?. Desea cambiar su vida previsible, lineal, vacía. Desea rebelarse contra lo que le sucede. Desea salvarse.

Pero no. No quiero convertirme en amante. Entregarme a ella en las pocas horas que dispongo. No quiero vivir en un mundo inventado.

- Patricia, Patricia, Patricia... -. Sin ni siquiera percatarme seguía repitiendo su nombre. Deseando haberme fundido en sus brazos. Pero no, ya no podía regresar a la bodega.

Explosión de sensaciones

Explosión de sensaciones





Fuera, el calor apretaba. Sin embargo, allí dentro, en la bodega, el clima era agradable. Era húmeda y fría. Olía a tierra. Olía a madera. Olía a humo. Era oscura y había sombras que parecían tener vida propia.

Patricia, que regenta un pequeño mesón en la villa a la que pertenece aquella aldea, me tendió la copa. Una copa de cristal fino. Fría al tacto. La alcé para mirar su contenido al trasluz. El caldo era claro. Olí y percibí esencias afrutadas. Lo toqué con la punta de la lengua y era dulce. Tomé un sorbo y lo dejé reposar en mi boca. Lo moví hacia los lados. Por último acabó en el estómago.

- Una buena cosecha-, le aseguré a Patricia.
- ¿Por qué no amplías tus horizontes?- me dijo, manteniéndome la mirada con aquellos ojos oscuros, ardientes.
- ¿Estamos hablando de mi vida?. Me he perdido.
- Claro que de la tuya-, dijo acercándose hasta casi rozar con sus labios los míos.
- Me gusta que me den consejos, es más, a veces soy yo el que los busco, porque de nada sirve refugiarse en un orgullo autosuficiente. Otra cosa es hacerles caso.
- Eres humilde y rebelde al mismo tiempo-, susurró; mientras el aroma de su cuerpo me envolvía hasta el punto de casi enloquecerme.
- Mírame-, me ordenó. Y al hacerlo me encontré con sus labios que devoraban los míos. Fue un beso largo y profundo.

Jugueteó con su boca haciendo que mi cuerpo la deseara. Sus manos recorrían mi espalda, mis hombros. Su pecho rozaba apenas el mio. Se apartaba y volvía a acercarse, a provocarme. Mi piel se erizaba de una forma incontrolada. Al final, acabé apartándome de ella como pude.

- ¿No me quieres catar a mi?-, y lo dijo quejándose.
- Patricia, no eres tú, soy yo. Soy gay.
- Cuando te he mirado pensé que me deseabas. Cuando he rozado tu oreja con mis labios, noté como tu respiración cambiaba.
- ¿No has oído hablar de las reacciones químicas?-. Y sin esperar su respuesta, salí de la bodega.

Fuera, el calor era insoportable.

Busco una historia

Busco una historia

Sentado en la mesa de un concurrido bar pensaba que si se lo hubiera contado a alguien, todos habrían dicho que cometía un gran error. Seguramente no era cierto. Tenía una necesidad de hacerlo. De conocerla.

Pedí una tónica. La copa estaba fría. La acaricié suavemente con mis dedos. Al otro lado de la mesa estaba ella, radiante. Es extraño, nunca habría tenido una cita con una mujer. No de aquella manera. Pero allí estábamos los dos.


Cada día se escribe una historia. Hoy busco una: la mía. Una historia que me aleje de los fantasmas del dolor y la soledad.

Rebelde

Rebelde

De pequeño ya era rebelde. No soportaba actuar como las personas corrientes.

Tanto, tanto, que una vez, después de intentar coaccionar a mi madre para conseguir cualquier juguete caro de moda, y sin éxito, opté por el plan B.

El plan B consistía, ni más ni menos, que tirarme al vacío desde el segundo piso, sin entresuelo, en el que por aquel entonces vivía. Y así se lo hice saber a ella.

Dicen que las madres son sabias y quieren mucho a sus hijos, pero a mí, en aquella ocasión no me lo pareció. Por lo menos lo segundo.

Recuerdo aún hoy aquella mirada seria. Recuerdo aún hoy y ahora lo que me espetó, sin ni siquiera titubear, Está bien. Tírate.
El oír eso me hizo cambiar de idea. No cumplí la profecía y actué sobre la marcha siguiendo un, podríamos decir, plan C: encerrarme en mi habitación y sollozar nerviosamente.

Escribir

Escribir Como sucede siempre con todas las cosas importantes que se descubren, por casualidad, llegué a Blogia. Descubrí a personas que escribían. Y escribían sembrando dudas, insinuando historias, inventando leyendas.

Quería hacerlo yo también. Quería escribir. Y escribir sobre mí. Escribir sobre todo aquello que no puedo contarle a nadie, porque no tengo a nadie a quien hacerlo. Y, de esta manera, un día poder releerlo y, como cuando miras una foto, recordar el momento de nuevo. Y reírme o llorar. Eso es lo de menos. Así es como gesté la idea de este blog. Y aquí estoy, rellenando páginas en blanco con trazos azules.

Y hoy quiero contar. Contar que miré el mar. Que miré la playa. Que la arena se veía muy clara. Que me sentí vacío. Que bajé al centro comercial. Que compré un kilo de ilusiones y unos retos que estaban de saldo.

Sin brújula

Sin brújula


Hoy perdí el norte. Mi sistema de navegación ha fallado y he amanecido en la esquina de un sofá llorando.

Mi viaje particular

Mi viaje particular

Después de una nutritiva cena, al fijarme en mi cara, en el espejo del pasillo, me di cuenta que estaba pálida. Me envolvió una sensación de abatimiento en ese mismo instante. Y me pregunté por qué tendría yo un espejo en el pasillo.

No soy de ese tipo de personas que sabe ocultar sus sentimientos, enmascarándolos. Así que consciente del efecto sedante que ejercen sobre mí esos largos paseos que acostumbro a hacer cuando tengo tiempo y ganas, decidí cruzar la frontera. La de la puerta de casa. Fuera seguro encontraría ese consuelo que tanto necesitaba.

Pero no. Lo que encontré fue a mi vecino paseando a su perro. Que me saludó y luego se dirigió al cánido, en un claro gesto de no saber qué decirme.

Emprendí mi viaje particular. Y en él, no fue el hermoso canto de un jilguero el que me arrulló mientras paseaba. Fue el chillido de una gaviota el que me hizo estremecer. Son los impuestos que hay que pagar por vivir en una ciudad costera, pensé.

Pero sí experimente esa sensación de paz que anhelaba. Cientos de lunas proyectaban su haz de luz sobre el suelo. Miles de colores resplandecían con luz propia a mi alrededor. Así que me quede mirando el momento para que mis sentidos tomaran conciencia de lo que necesitaban.

En ese instante supe dónde estaba. El negocio de la señora Benedicta, a pesar de que sus paredes no están recubiertas de tapices del siglo XVI, ni posee grandes ventanales, tiene en sus estanterías verdaderas obras de arte, por lo menos en cuanto a lo dulce que se desprende de ellas.

Al final me decidí por uno de los chupa chups de la tienda de golosinas.

Amor, amor, amor

Amor, amor, amor ¡Ah!, estáis ahí. Me habéis sorprendido reflexionando sobre el sentimiento más universal, el amor. Y la única respuesta que obtengo es un corazón.

Aventura para los sentidos

Aventura para los sentidos

La justicia del sol impone su ley. Una bandada de pájaros surca el cielo dibujando en él figuras y formas dinámicas, con vida propia. Mientras, otros descansan sobre el tendido eléctrico ajenos al peligroso tránsito que bajo sus patas tiene lugar. Una pareja de juguetonas mariposas con grandes alas revolotean a mi alrededor mostrándome su diversidad de colores que parecen sacados de un cuadro de Dalí.

Una alfombra amarillo oro adorna el suelo. Son las miles de flores de tojo que llenan el aire de una embriagadora esencia dulce y exótica, defendidas valerosamente por hojas convertidas en afiladas púas. El majestuoso lagarto con su cabeza erguida, descansa sobre un canto rodado de cuarcita y parece controlar el trabajo de las laboriosas hormigas, que en fila, cortan mi camino. Un camino de tierra y piedras.
Contemplo también las composiciones, casi invisibles, que esas fábricas de seda, utilizan como trampas mortales para la caza de pequeños insectos.

Es mi viaje al pasado. El viaje de ese niño bueno que soñaba con ser malo, pero que nunca lo consiguió. Un viaje que dejó huellas, pocas, pero intensas.

tic tac, tic tac, tic tac

tic tac, tic tac, tic tac




tic tac, tic tac, tic tac
tic tac, tic tac, tic tac


Hoy me he quedado escuchando el latir del tiempo.
Es el gran poder que, lo quiera uno o no, todo lo cambia. Cambia a uno por dentro y por fuera. Cambia el conocimiento. Cambia la realidad.


tic tac, tic tac, tic tac
tic tac, tic tac, tic tac


Estamos acostumbrados a no pensar en él. Acostumbrados a parodiarlo. Porque nos cuesta admitir que no somos los mismos ahora que hace un instante. Qué extraño resulta pensar en que un día seremos viejos.

¡Decidido!, volveré a robar carteras

¡Decidido!,  volveré a robar carteras

Hoy ha sido una mañana agradable. Caminaba al lado de Golfo, cuando apareció el joven Constantino en su espléndido caballo blanco y silbando. Se detuvo delante de mi. Lo miré a los ojos con cierto interés y noté un brillo especial en ellos. Sonrió y me dijo:

- ¿Vas a montar ese caballo?
- Naturalmente-, le contesté.
- El mío es árabe y muy noble. El tuyo es un cruce. Ten cuidado, te tirará.
- ¿Y tú que sabes?. ¡No lo hará!. Es pequeño y muy cariñoso.
- No podrás montarlo, Paula.-, dijo Constantino. Y al oír mi nombre me ruboricé, hecho que me hizo enfadar todavía más.
- Sí podré-. Y ante el reto, monté el caballo y di una vuelta. Sentí miedo, porque nunca antes lo había hecho. Pero no iba a tolerar que él me humillase.

Sin darle más importancia, Constantino siguió su camino sin ni siquiera volver la vista atrás. Claro, él era el noble, el hijo de uno de los más importantes empresarios de la zona y yo sólo formo parte de la gente llana del vulgo.

Ahora que se ha ido, devolveré a Golfo. Él se ha convertido en testigo y si me detienen me enviarán a casa de mis padres. Y no me castigarán por lo que he hecho, sino por dejarme atrapar. ¡Decidido!, volveré a robar carteras.

Fiesta

Fiesta
Yo no te pido que me bajes
una estrella azul,
sólo te pido que mi espacio
llenes con tu luz.


Luces de neón. Amarillas, blancas, azules, rojas.. Destellantes, fijas, apagadas, encendidas..
La noche fría. La luna se asoma por detrás del escenario. Y el escenario. El escenario negro. No, negro no. Multicolor.


Yo no te pido que me firmes
diez papeles grises para amar,
sólo te pido que tú quieras
las palomas que suelo mirar.


Niños jugando, corriendo, saltando. Adolescentes acariciándose, conociéndose, besándose. Parejas bailando, de pie, con los brazos cruzados, gritando, conversando, bebiendo. Viejos callados, sentados, mirando, fumando.


De lo pasado no lo voy a negar,
el futuro algún día llegará
y del presente, qué me importa la gente
si es que siempre van a hablar.


Y sigue la canción. Notas que unen almas, niños, viejos, ricos, pobres, locos, cuerdos.


Sigue llenando este minuto
de razones para respirar;
no me complazcas, no te niegues,
no hables por hablar.

El lápiz azul

El lápiz azul

Recuerdo la imagen de mi madre. Yo, sentado en mi mesa haciendo los deberes y, ella, allí a mi lado, siempre con una sonrisa en los labios. Me gustaba regalarle mis dibujos. Yo dibujaba mucho y ella me decía que lo hacía muy bien, que con el color azul me había pasado un poco de la forma que previamente había trazado con el lápiz, que me quería. Y aquel te quiero resonaba en mis oídos durante días.

Un día fue a hablar con mi profesora, la señorita Montserrat. Pero no hablaron del azul de mis dibujos. Ni de mi. Hablaban de una unión desafortunada, de cómo mi madre se casó con un hombre en contra de la voluntad de la familia, de cómo huyeron, de las dificultades que tendría que sortear en el futuro.

Mis diez años no me permitieron entender lo que ocurría. Afortunadamente no debía ser nada importante, porque al salir fuimos a la librería y me compró una caja de colores, y el azul también estaba en ella.