Homo homini lupus
Era un jueves 13 de abril. Marsyas, un joven adolescente de un barrio obrero barcelonés se dirigió a la secretaria del instituto en el que estudiaba. Llevaba bajo su brazo dos sobres que contenían la visión que la sociedad y las circunstancian le habían impuesto.
Unos días más tarde su profesor de literatura preguntó en clase quién era Marsyas. Pero reinó un silencio sepulcral. Insistió la profesora de lengua del Instituto Milà i Fontanals, que, cosas del destino, no era otra que la media naranja del profesor.
Fue cuando nuestro joven rebelde, con cara de ángel, pelo de punta al más estilo punk. Pantalón Cimarrón negro, camiseta negra y una pulsera de cuero trenzado en su mano izquierda, se levantó, y, sin darle mayor importancia al asunto, argumentó que era él. Ni siquiera se identificó con el siempre necesario carnet.
Y así se enteró que el viernes 21 de abril de 1989, su artículo había quedado en el tercer puesto del concurso literario que había tenido lugar
Homo homini lupus
El pescado olía mal, al leche estaba agria, el vino me llegó avinagrado, las cuajadas caducadas y el patio interior hedía a humedad. Había jardines ante mi balcón y hoy hay claraboyas ribeteadas de alquitrán. Salí a la calle y un tubo de escape me dejó sin respiración. Los plátanos, de delante de mi casa, se van muriendo lentamente de una enfermedad tropical. El heroinómano de la esquina va a matar un día de esos a su madre, en pleno arrebato del mono, porque no hay centros para él y los subnormales vuelven ahora a sus casas porque no hay dinero para más talleres. Deambulé por las calles durante dos horas. Los coches vuelan, los peatones cruzan en rojo y los motoristas practican sobre el asfalto una variedad combinada de slalom y descenso: la ciudad es una jungla.
¿Qué ocurriría -me pregunté- el día en que todos prescindiéramos de la atención y el cuidado elementales que reclaman nuestros respectivos trabajos?. Imaginé una ciudad donde los camareros servían los macarrones a puñados, por aquello de ganar tiempo; donde los barberos rebanaban, -involuntariamente, por supuesto-, orejas y yugulares; donde los maestros contaban a sus alumnos normas gramaticales de cosecha propia; donde los cirujanos operaban a gran velocidad, sin haberse desprendido de las gafas de sol ni del pitillo; donde las asistentas decidían que su trabajo doméstico podía despacharse instalando unos cuantos aparatos de riego por aspersión en varias habitaciones y alimentando las mangueras con lejía; donde los jueces dictaban sentencia basándose en el dado 1-X-2 que emplean algunos quinielistas; donde animosas parturientas decidían resarcirse de los nueve meses de vida monástica saliendo de juerga durante una semana y dejando al bebé encerrado en su cuartito, con un bocadillo de kilo y una coca-cola de litro; donde los parlamentarios, aburridos de los grandes temas, dedicaban una legislatura a hablar de fútbol y otra del último grito de la moda; donde los carniceros, cansados de prestar atención, empezaban a dejarse pedazos de dedo sobre la madera al partir las costilletas de lechal con el cuchillo de hoja ancha; donde los líderes de las grandes potencias, tras tantos años de contención, creían llegado el momento de recompensarse con el supremo regalo: apretar el botón.
¿En que mundo vivimos?. Vivimos en la jungla, y, lo que es peor, estamos a un paso del caos. Caos al que tentamos cada día, desde siempre, y al que seguiremos tentando mientras no cambie la sociedad y ésta no lo podrá hacer si antes no han cambiado sus individuos, ya que ésta es, en definitiva, el fruto de los individuos que la componen. El hombre debería, por tanto, trabajar sobre si mismo, sobre su relación con los que le rodean y sobre su propio entorno. Es absurdo pensarlo.
MARSYAS
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