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Fabiola se pregunta qué es real

Fabiola se pregunta qué es real Hoy no entraría en la sala. Simplemente no tenía ganas de verle. Estaba demasiado irritada con él y sabía que la naturalidad con la que manejaba las palabras acabarían provocando sensaciones no deseadas en su cuerpo y en su alma. Fabiola abrió el libro que tenía entre sus manos y se enzarzó en su lectura.

Hace ya muchos años vivía en Pontus Veteris, una pequeña fortaleza del norte de Hispania, un campesino llamado César. Por aquel entonces, después de varias guerras contra los invasores bárbaros, la fortificación se había quedado sin soberano. Se convocó así en aquel castillo, que dominaba con sus cuatro torres una extensa y fértil llanura, a todo aquel varón, mayor de edad y con capacidad en las artes de administrar la paz y mejorar la maltrecha economía de aquel reino.

César, joven de ojos oscuros, vivaces y penetrantes, de estatura media y delgado, no especialmente bello, vivía en una pequeña casa a las afueras de las murallas cuidando un rebaño de ovejas y cultivando vides. Él, inquieto, impaciente, curioso, que no hablaba latín ni griego, acudió a aquella llamada confiando en su capacidad de embelesar a todo aquel que se ponía a hablar con él.

Ante el pueblo allí reunido contestó hábilmente y con diplomacia las preguntas de los fiscales. Su magnetismo cautivador arrastró a la gente hacia él. Lo aclamaron y le coronaron rey con una pesada corona al son de trompetas y laudes.

Estaba lleno de buenas intenciones y, sentado en su gran sillón tallado por un hábil artesano, decretó con pericia edictos que mejoraron la felicidad de sus súbditos.

Amaba la extravagancia, en todas sus modalidades. Le gustaban los espectáculos, sobretodo el teatro y la danza. Y eso dirigió toda su política.

Un día llamó a un soldado y le dijo que empezando por los poblados adyacentes, y siguiendo el camino del sur, advirtiera a todos los que allí encontrara que él, el rey Tiranus, cabalgaría en blanco corcel, amparado por sus ejércitos, para someterlos a su tutoría. Les garantizaba su atención, aunque fuese por tiempo breve. Los invitaba a su rendición incondicional. Los invitaba, pero no los obligaría nunca con armas a abandonar la autonomía de sus fortalezas, a menos que ellos así lo decidiesen.

Y así avanzaba día tras día, consiguiendo a su paso, muchos de los poblados por los que suspiraba.

Pero el poder es un imán que atrae a los ambiciosos. Y fueron éstos, los que anhelan el poder, los mismos que se encargaron de sembrar la incertidumbre en las calles del que se estaba convirtiendo en imperio. Perdió así su buen nombre y la devoción del pueblo.

Se había permitido muchas frivolidades. Sobretodo la de intentar abrir la mente de sus súbditos a la luz de la originalidad y del sentirse diferentes. Ello había hecho que ese mismo pueblo que lo colocó en el trono ahora se rebelase y pidiese su muerte. Sus seguidores nada podían hacer ya por él

Le gustaba jugar con fuego y se chamuscó, por lo que decidió no volver a reinar. Y así es como tomó el camino hacia el exilio, porque quería seguir siendo inalcanzable para la mayoría. Ahora el rey Tiranus vive recluido con sus más fieles colaboradores, aunque sigue sin dedicarse a las buenas obras.

Ha pasado ya mucho tiempo y aún hay noches que en las calles de Ponte Veteris perdura el recuerdo de Tiranus. ¡Viva el rey!.

Y Fabiola despertó sobresaltada pregúntandose cuánto fue sueño o cuánto realidad de la obra que yacía sobre las sábanas, Un rey para un pueblo. Se había quedado dormida.

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